Lectura quincenal
Diez veces siete
Maruja Torres
I
En pie al otro lado de la calle, de cara al que, en mi recuerdo, siempre perdurará como el edificio del
diario El País, cualquiera que sea el rótulo que le pongan los nuevos propietarios. En pie —y lo recalco:
todavía en pie—, mientras espero el taxi que me alejará de aquí para siempre. Ahí, ahora, entonces,
un pensamiento idiota cruza mi frente.
De haber sabido que la mía iba a ser una vida medianamente interesante, habría llevado un diario.
Cuadernos que, con el relato de hechos puntuales, en caracteres apretados —no se desaprovecha
papel, en un diario—, ayudan a recordar quién se era en el momento en que algo que parecía relevante
quedó fijado en sus páginas. No te engaña, un diario. Puedes haber cambiado, pero la caligrafía de
entonces devuelve tu antigua imagen en el espejo. Porque la letra es lo que somos, es la epidermis del
espíritu —del ánimo, del impulso—, y también sufre modificaciones con los años. Al igual que el rostro,
el cuerpo. La letra se precipita, tiñéndose de urgencia, avara de los días.
El tiempo, usurpador hasta del tópico del tiempo que pasa. Nada se le resiste, como sabéis, si sois lo
bastante mayores. Como sabréis, si tenéis la suerte de llegar a serlo.
Contra el tiempo y sus derrotas, y muy consciente de que nunca podré ganarle un pulso: memoria. He
pensado mucho en ello últimamente. Un diario me habría resultado de gran ayuda.
Avanza la vejez, y se acumulan las preguntas. Buena señal. Desconfiad de quien siempre tiene a punto
respuestas. Yo nunca dejaré de preguntar, de preguntarme, mientras me quede salud mental, por
mayor que sea. «No hables de ti como de una vieja», me riñe una de mis mejores amigas. «No te veo vieja,
no lo eres», insiste. Pero ese es, precisamente, el gran interrogante que me propongo plantearme, a
sabiendas de que no lo voy a resolver. ¿Sabré ser una buena vieja? Que no es lo mismo que una vieja buena,
algo que ni remotamente soy, ni pretendo ser. Positivamente, no lo soy ni nunca lo seré. Porque las chicas malas, cuando son viejas, también van a todas partes, aunque sea en silla de ruedas, querida Mae West. Vieja, vieja, vieja. Lo repito a menudo. No me asustas, palabra. No me asustas, edad. Me asusta huir de vosotras.
La mala leche, la indignación me mantienen en ascuas. También el dolor por lo que nunca me será
ajeno. Y la ilusión por lo nuevo o lo bueno que me traiga el día. Quiero morir así. Curiosa. Viva.
La memoria me remueve y me atiza. Aunque nunca escribí un diario. Salvo en la adolescencia, cuando adolecía de casi todo y me enamoraba —varias veces al mes: del camarero, del colchonero, del farmacéutico, de un primo o dos— y, en una gruesa
libreta con tapas de hule negro, pergeñaba una amalgama de párrafos de novela rosa y de torpes
relatos verdes que creía originales, aliñados con escenas de erotismo camuflado, sorbidas del cine de
los sábados, y con besos, los de mis labios huérfanos, que estampaba en el papel después de pintarlos
con el carmín grasiento propio de la época —hablo de 1954, 1955: a mis mercuriales once o doce
años—, robado a una de las mujeres de la casa. Escondía el diario, lo escondía de ellas, que siempre
fisgaban, siempre vigilaban. Eran como los curas a quienes se confesaban, que las espiaban a su vez y
que, a través de ellas, de sus cuentos, fiscalizaban y reprimían a las familias. Interiorizando la falsa
virtud en el confesionario, las mujeres de casa desarrollaban también el hábito de la hipocresía. Volvían
del cura resplandecientes de rectitud. Y listas para imponerla, usando cuanta mendacidad fuera
necesaria.
[...]
graciaas <3
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