Lectura quincenal

mayo 26, 2014
Deseo de chocolate

Care Santos



COMPORTAMIENTO DE LOS POLIMORFOS

Las personas —está en nuestra naturaleza— nos aburrimos de todo. De los objetos, de las diversiones, de la familia, incluso de nosotros mismos. Da igual que tengamos cuanto deseamos, que nos guste la vida que hemos elegido o que compartamos los días con la mejor persona del mundo. Las personas, antes o después, terminamos por aburrirnos de todo.

Las cosas ocurren de este modo: una noche como todas de un mes cualquiera, apartamos la mirada de la pantalla del televisor para observar un instante al otro lado del salón, donde el marido se ha instalado, como cada noche entre la cena y la hora de irse a la cama. Nada de lo que allí vemos nos sorprende. Sobre la mesita del rincón reposan la docena de libros de rigor, leídos, por leer o ambas cosas al mismo tiempo, y Max está en el mismo sitio de todas las noches desde el mismo día en que terminaron las reformas del dúplex: repantigado en su butaca de leer (la única pieza del mobiliario que escogió él), con las piernas sobre el reposapiés, las gafas en el último tramo de la nariz huesuda y estrecha, la lámpara de pie derramando sobre las páginas una claridad cenital como de estrella de variedades, y en las manos un libro que le abstrae por completo de cualquier cosa que pueda pasar a su alrededor.

Max es de los que para leer no necesita silencio ni nada más que el atrezo que acabamos de describir: la butaca, el reposapiés, la lámpara y las gafas. Y el libro, claro. Su presencia constante en este rincón de la estancia se parece a la de un animal de compañía bonachón. No hace ruido, no incordia a nadie, solo de vez en cuando deja escapar un suspiro, cambia de posición o pasa las páginas, y todo ello es útil para saber que sigue vivo y que sigue aquí. Aunque si no estuviera lo echaría de menos, piensa Sara justo en el momento en que aparta la mirada de la tele y encuentra a su marido donde siempre haciendo lo de siempre. Lo extrañaría porque se ha acostumbrado a su presencia silenciosa del mismo modo en que la gente se acostumbra a ver los muebles donde están. Es una cuestión de seguridad, de equilibrio. Max es todo lo que Sara tiene en este mundo. Pero nada de eso impide que en este mismo instante se pregunte: «¿Por qué estoy casada con este hombre?».

Es una de aquellas preguntas que la conciencia suelta cuando se distrae un segundo y de la que, por supuesto, se avergüenza en el acto. Una de aquellas preguntas que nunca formularía en voz alta ante nadie, porque de algún modo atacan aquello que creía más invulnerable de su vida. Tal vez por eso su conciencia ya prepara una batería completa de respuestas como piezas de artillería: «¿A qué viene esto ahora? ¿Acaso no tienes todo lo que se puede desear? No hablamos de cosas materiales, sino de otras de verdad difíciles de conseguir. ¿No escogiste tú misma, con absoluta libertad, cuando tuviste ocasión de hacerlo, con quién deseabas quedarte? ¿Te has privado de algo alguna vez? ¿No te has felicitado un montón de veces por haber escogido la mejor opción? ¿Y no estás del todo segura, sin la más ligera sombra de duda, de que efectivamente Max es no solo una magnífica solución, sino la tuya, la que te convenía, la que de algún modo te estaba reservada? ¿No has tenido dos hijos preciosos, inteligentes y altísimos que te adoran y que tienen lo mejor de ambos? ¿No te sientes secretamente orgullosa delmodo en que tumanera de ser y la deMaxconvergieron en los caracteres casi perfectos —¡por descontado!— de tus hijos?».

En este momento Max levanta la mirada del libro, se quitalas gafas y dice:

—Ay, mamá, ¡por poco se me olvida! ¿Sabes quién me ha llamado? Cuando te lo diga, no me vas a creer. Pairot. Dice que está en Barcelona y que tiene libre la noche de pasado mañana. Le he invitado a cenar, ¿te parece bien? ¿No tienes ganas de verle? ¡Hace tanto que no nos vemos!

Max solo se quita las gafas cuando lo que debe decir es importante. Como esto lo es, espera un instante la reacción de su mujer, pero Sara no tiene ninguna reacción. El hombre vuelve a ponerse las gafas y regresa a su libro, Frequent Risks in Polimorphic Transformations of Cocoa Butter como si no hubiera dicho nada del otro mundo.

—¿Te ha contado por qué no ha dado señales de vida en todo este tiempo? —pregunta ella.
—Es un hombre ocupado. También podríamos haberle llamado nosotros, qué más da. ¿Cuándo fue la última vez, te acuerdas? ¿Tal vez aquella noche en el hotel Arts, cuando le dieron el premio?
—Esa noche, sí.
—¿Cuánto tiempo hace? Seis o siete años, por lo menos.
—Nueve —corrige Sara.
—¿Nueve? Caramba. ¿Estás segura? Cómo pasa el tiempo. Pues qué quieres que te diga, con más motivo. No me creo que no tengas ganas de verle. Con lo que siempre te ha gustado vera Pairot.—Max se pone de nuevo las gafas y regresa a su libro en inglés.

Sara se pregunta cómo puede ser su marido capaz de leer un tratado sobre las propiedades físicas de la manteca de cacao con el mismo interés que demostraría ante una novela de Sherlock Holmes, pero lo piensa mejor y se dice que a estas alturas ya no debería sorprenderse. Le extraña mucho más lo que acaba de oír, y por muchas razones: que Oriol esté en Barcelona (y no en Camberra, o Qatar o Shanghai o Lituania o cualquier otro lugar remoto donde puedan abrirse tiendas) y que, además, se haya acordado de que en esta pequeña ciudad al oeste del mar Mediterráneo viven dos personas con las que hace mucho, cuando no era ni de lejos el Oriol Pairot que va por el mundo bautizando establecimientos de lujo con su nombre y que tiene a sus conciudadanos orgullosos de verle en la tele día sí, día también, tuvo alguna cosilla importante en común. También le sorprende que su marido haya quedado con Oriol antes que ella, cuando por norma el orden de las llamadas era el contrario. Pero lo que de verdad la deja muda de la sorpresa es que Max no se dé cuenta de la importancia que tiene el anuncio que acaba de hacer y se lo haya dicho al descuido, entre renglón y renglón de los problemas de los polimorfos, para enseguida regresar a su ausencia presente de todas las noches, cuando se sientan en este mismo lugar a hacer la digestión de la cena —o tal vez de su vida— y dejan que las últimas horas del día se escabullan en silencio.

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1 comentario:

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