Lectura quincenal

enero 30, 2014
Todas las constelaciones del amor

Lydia Netzer


1.

Una lucecita brillaba en lo profundo de la oscuridad. Él flotaba en el interior de la lucecita, en una nave espacial. Sentía frío, allí flotando. Sentía el frío del espacio dentro de su cuerpo. Todavía podía mirar por la ventanilla redonda de la nave y ver la tierra. A veces, también podía ver la luna, acercándose. La tierra rotaba lentamente, y la astronave se movía lentamente en relación con la cosas que la rodeaban. Ya no había nada que él pudiera hacer, ni en un sentido ni en otro. Iba en una nave que se dirigía a la luna. Llevaba unos patucos blancos de papel en lugar de zapatos. Un mono de vuelo en lugar de ropa interior. Solo era un ser humano, de carnes magras y huesos alargados, ojos nublados y cuerpo frágil. Había partido, lanzado desde la tierra, y ahora flotaba en el espacio. Lo había mandado lejos, a la fuerza, de un colosal empujón.

Pero, en su cabeza, Maxon estaba pensando en su hogar. Con sus largas piernas flotando a la deriva, posó sus manos a ambos lados de la redonda ventanilla y se aferró a ella. Miró al exterior, a la tierra allá abajo. Muy lejos, a través de las frías millas estelares, el planeta se cocía entre nubes. Todos los países de la tierra se amalgamaban bajo aquel encaje blanco. Por debajo de aquella capa tormentosa, las ciudades de ese mundo traqueteaban y ardían, conectadas por carreteras, unidas por cables. Allá abajo, en Virginia, su mujer Sunny estaba dando un paseo, viviendo y respirando. A su lado iba su pequeño hijo y en el vientre llevaba a su hijita. Maxon no podía verlos, pero sabía que estaban allí.

Esta es la historia de un astronauta que se perdió en el espacio, y de la mujer que dejó atrás. O esta es la historia de un hombre valiente que sobrevivió al fracaso de la primera nave enviada al espacio con el propósito de colonizar la luna. Esta es la historia de la raza humana, que mandó una alocada esquirla de metal y unas pocas células latentes hacia los vastos y oscuros confines del universo, con la esperanza de que esa esquirla chocara contra algo y se quedara clavada, y las pequeñas células latentes pudieran sobrevivir de algún modo. Esta es la historia de una protuberancia, un brote, de cómo la raza humana intentó subdividirse, del brote que se formó ahí fuera, en el universo, y de lo que le sucedió a ese brote, y también a la tierra, a la Madre Tierra, una vez que el brote surgió.


En un barrio colonial de Norfolk, en la costa de Virginia, en la suntuosa cocina de un palacete georgiano restaurado, tres cabezas rubias se inclinaban sobre la isla de granito. Una de ellas era Sunny, la más rubia de las tres. La iluminaba una moderada luz cenital, y del techo colgaban cazuelas de cobre en hileras sobrias y perfectas. Contra las paredes había unas alacenas de madera pulida; la encimera tenía un fregadero rústico, reproducido en acero inoxidable. Encima de este, una ventana invernadero albergaba plantitas aromáticas. el sol brillaba y calentaba el granito. La máquina de hielo podía hacer cubitos redondos o cuadrados. Las mujeres aupadas en taburetes alrededor de la isla de la cocina tenían el pelo largo y suelto, meticulosamente alisado o cuidadosamente rizado. Se apiñaban en torno a la más menuda, que estaba llorando. Rodeaba su taza de té con ambas manos y sus hombros se estremecían mientras sollozaba sobre la infusión. Sus amigas le atusaban el pelo y secaban sus ojos. Sunny también se atusó el pelo y se secó los ojos.

-No puedo entenderlo -dijo la sollozante, sorbiéndose la nariz-. Me había dicho que este verano me iba a llevar a Noruega. ¡A Noruega!

-Bah, noruega -repitió la que llevaba un cárdigan verde lima, entornando los ojos-. ¡Menuda broma! -Tenía nariza aguileña y ojos pequeños, pero, por su peinado y maquillaje, su figura esbelta y sus zapatos caros, la gente la consideraba atractiva. Su nombre era Rachel, pero las chicas la llamaban Rache. Fue la primera en el vecindario que tuvo un gimnasio decente en casa.

-¡No, si yo quiero ir! ¡Mis antepasados son de allí! ¡Es precioso! Hay fiordos.

-Jenny, noruega no es la cuestión, cielo -dijo Rache, dejando que una cascada de suaves bucles y frondas de cabello dorado cayera sobre su pecho moreno y voluptuoso, al inclinarse hacia delante-. Te estás desviando de lo importante.

-Ya -dijo Jenny, volviendo a sollozar-. La cuestión es esa zorra con la que está liado. ¿Quién es? ¡No me lo dice!

Sunny se apartó de ellas. Llevaba un chal de chenille sobre los hombros y trajinaba con los electrodomésticos de su cocina con una mano mientras la otra descansaba sobre su vientre embarazado. Se dirigió a la tetera, refrescó el té de Jenny y le entregó un pañuelo. eran sus mejores amigas: Jenny y Rache, y se encontraban enfrascadas en una conversación normal sobre el marido de Jenny y su infidelidad. Era algo normal sobre lo que hablar. Pero ahí, en su sitio de siempre, con una mano en la tetera y la otra en la barriga, se fijó en algo preocupante: una grieta en la pared, justo al lado de la despensa. Una grieta en aquella vieja pared georgiana.

-Ella tampoco es la cuestión, Jenny, da igual quién sea -dijo Rache. Sunny la miró con severidad por encima de la cabeza de Jenny. Rache respondió enarcando las cejas en gesto de inocencia.

-Es un imbécil -dictaminó Jenny-. Esa es la cuestión-. Y se sonó la nariz.

Sunny se preguntó si sus amigas se habrían fijado en la grieta. Se extendía resueltamente pared arriba, cruzando la suave superficie del yeso color mantequilla, rasgándola en dos partes. La grieta no estaba ahí el día anterior, y ya parecía ancha. Y profunda. Se imaginó la casa, partida en un terrible zigzag, una mitad de la despensa separada de la otra. Bolsas de lentejas orgánicas. Tarros de conservas de remolacha. Tubérculos. ¿Qué podía hacer?

Pero Jenny no había terminado de llorar.

[...]

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