Lectura quincenal - Junio 2019


La corte de los espejos de Concepción Perea es un soplo de aire fresco. Hace bastante que la fantasía no es uno de mis géneros de cabecera. Los clichés, la repetición de tramas, los estilos no demasiado atractivos, etc., me han ido alejando cada vez más de este género.

Sin embargo, esta novela me venía muy, muy recomendada por la administradora de Paseando entre páginas. Finalmente salió como lectura conjunta de Oasis literario y me animé a leerla. Y menos mal porque... ¡qué maravilla! Con un estilo cuidado, atractivo, que teje expresiones nuevas que encajan con el mundo que nos presenta, la autora nos sumerge en una historia que atrapa de principio a fin (aunque el prólogo precisamente sea lo que menos me ha convencido). Para ello, cuenta con unos personajes que son simplemente extraordinarios. Nicasia, Dujal, Marsias, Boros, Yirkash... Todos son personajes cargados de grises que no son lo que parecen en un principio y que tienen mil matices y que no caen en estereotipos. Además, Perea sabe cómo tratar ciertos temas que en otros libros son un auténtico tabú, como la prostitución por ejemplo. La naturalidad con la que habla de temas que nos rodean en la vida real es exquisita y me ha encantado.

Por eso, te animo a que leas esta novela y, para ello, he decidido incluir sus primeras páginas como lectura quincenal de este mes. Además, puedes leer mi reseña aquí.


La corte de los espejos de Concha Perea [Fantascy]


La corte de los espejos


Concepción Perea

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PRÓLOGO: MARIONETAS

1. Sobre una marioneta perdida y lo que dijo un espejo roto

Nadie creía a Nicasia capaz de silbar, o siquiera de sonreír. Claro que Nicasia nunca hacía estas dos cosas en público. La mayoría de las hadas piensan que goblins y knockers carecen de sentido musical, pero Nicasia tenía buen oído y un talento natural para no desafinar que habría sorprendido a más de uno. Lo de sonreír ya le salía peor, lograba muecas más que sonrisas, pero el gesto iluminaba su rostro y hacía que sus ojos azules, siempre cargados de una luz feroz, parecieran incluso amables.

Aquella tarde entró en su estudio tarareando, se quitó los guantes, colgó el chaqué en el perchero que había junto al espejo, lanzó los tirantes a una silla y se acomodó en su viejo sillón de orejas. Suspiró de alivio cuando al fin pudo quitarse el aparato ortopédico de la pierna y mandar lejos los zapatos. Cerca, en una mesita auxiliar, aguardaban alineadas sus herramientas de tallar. Las estanterías de la habitación estaban cubiertas de marionetas y de autómatas de madera, todos hechos por ella. Aquella ocupación la relajaba. Después de un largo día devanándose los sesos con problemas de geomancia, o tras una odiosa jornada en el Parlamento de los Sueños mediando en absurdas intrigas políticas, no había nada mejor que coger un bloque de madera y darle forma durante horas, sin pensar en nada, mientras los problemas se quedaban al otro lado de la puerta. Cuando terminaba una marioneta la hacía bailar en el aire con un hechizo. Si alguien la hubiese visto entonces, alegre como una niña jugando con sus muñecas, se lo habría pensado dos veces antes de llamarla bruja o cualquiera de las otras cosas desagradables que solían decir a sus espaldas.

Nicasia había planeado pasar la tarde tallando. Ya se había sentado y acababa de alargar la mano para coger la cabecita en la que trabajaba cuando se dio cuenta de que la pieza no estaba. La knocker hubo de caminar a la pata coja por toda la estancia, buscándola. No la había sacado de aquel cuarto. El misterio la iba poniendo más y más furiosa a cada momento. Finalmente, tiró de una cadena dorada que había junto al escritorio, varias veces y con todas sus fuerzas. Suerte que no tenía demasiadas, o la habría arrancado. Entonces, Traspiés, un bogan bajito siempre vestido de azul, abrió la puerta.

—¿Ocurre algo, Nicasia? —preguntó, asustado.

—¡No, es que me gusta hacer sonar la campana! ¿Eres idiota o le has dado vacaciones a tu cerebro? ¡Claro que pasa algo! ¿Alguien ha limpiado hoy aquí?

—Qué va, te llevaste la llave.

—¡Maldita sea mi sangre! ¿Alguien ha estado por estos pasillos?

Traspiés lo pensó un segundo y dijo que no. Aprovechó para irse antes de que la cosa empeorase. Nicasia, con el bogan fuera de su vista, se acercó a los estantes y levantó de su sitio tres marionetas al azar. Varios listones de madera de la pared se deslizaron sobre sus engranajes para revelar un pequeño espejo redondo, con el cristal nublado por el tiempo.

—Ayúdame a recordar —le ordenó Nicasia—. Despierta, charco del demonio, y dime. Hada o duende, ¿quién ha estado aquí hoy?

—Sólo tú —respondió una voz lejana—. Entraste y saliste.

Nicasia rumió la respuesta. Una idea cruzó por su mente, más dolorosa que una cuchillada.

—¿Ha entrado algún animal?

—Un gato negro —respondió el espejo.

La knocker gritó y dio un puñetazo al cristal. Miles de trocitos volaron por el aire. Luego, volvieron a su sitio, y la superficie del espejo recuperó su aspecto. Nicasia tenía los nudillos en carne viva.

—¡Dujal! —rugió—. ¡Escoria felina! ¡Hijo de mala gata! ¡Desdichado desecho de hada! ¡Lo sabía, tenía que ser él, miserable montón de estiércol! Voy a librar al mundo de su descendencia. ¡Esta vez se lo ha buscado!

Nicasia volvió a encajarse el aparato ortopédico sobre la pierna. Cogió del armario su fiel trabuco y un viejo abrigo largo de cuero. El atuendo de caza.

El otoño arrancaba con fuerza; los ocasos ya eran más largos y románticos. Para Nicasia la llegada del otoño sólo significaba que soplaba un viento de mil demonios, oscurecía antes y había más humedad. En aquel momento pensaba tan sólo en la manera de atrapar un gato. Los gatos son rápidos y escurridizos, demasiado ágiles para alguien de movilidad limitada. Esas pequeñas bestias saben esconderse a conciencia y ocultar su rastro. Es menester un cazador muy bueno para atraparlos, y ella no lo era, pero conocía a alguien que tenía todas las cualidades necesarias y alguna más. Encontrarle no era difícil, sólo hacía falta llegar a un sitio discreto. En este caso se trataba de un callejón sin salida, estrecho, oscuro y maloliente, cercado por altas paredes grises al que no daba ninguna ventana porque nadie en sus cabales querría ver un lugar tan deprimente como aquél. Estaba justo detrás de la Carbonería. Sólo tuvo que salir por la puerta trasera de su taller, sacar de su bolsillo una piedra que parecía vulgar y lanzarla contra el suelo. Produjo un crujido seco, y el suelo se abrió bajo sus pies. El secreto residía en cargar la piedra con malos deseos. El odio bien enfocado puede causar mucho daño; sólo hay que saber usarlo del modo apropiado. Para abrir grietas, por ejemplo.

Nicasia se aseguró de que no la viera nadie y entró en las alcantarillas. No tuvo que andar mucho; a los pies de la entrada había una gran piscina de agua estancada. Solía estar llena de ratas, aunque últimamente escaseaban.

—¡Boros! —gritó Nicasia—. ¡Deja de jugar, sé que estás ahí!

Del agua emergió una cabeza adornada con una cresta de pelo verde. La piel era pálida, verde también. Dos ojos de reptil observaron a Nicasia. A la cabeza le siguió un cuerpo alto y delgado. Boros vestía una túnica tan desteñida que era imposible adivinar su color original, y un pantalón negro que le venía grande. Estaba descalzo, empapado. Abrazó a Nicasia y la levantó del suelo sin esfuerzo.

—¡Vale, vale! También yo me alegro de verte. Vengo a proponerte un juego.

El chico serpiente la soltó con delicadeza.

—Se trata de Dujal; necesito que lo encuentres. Tú puedes hacerlo.

Asintió con una sonrisa que en otra cara habría sido agradable, pero que en la suya resultaba inquietante y peligrosa.

—Quieres que salga de caza —dijo.

—Sí —respondió Nicasia—. Nadie tiene mejor olfato que tú. Pero no quiero que te lo comas. Recuerda que ya no haces eso. Recuérdalo.

La serpiente hizo un mohín; sin embargo, asintió y regresó al agua.

—Lo encontraré. Si está escondido, yo sabré dónde.

—No lo dudo —dijo Nicasia.

Boros se deslizó por las cloacas. Nicasia también se fue. Encontrar a Dujal ya no era un problema; antes o después, el chico serpiente daría con él. Además, hacía menos de una semana desde su última comida, así que aún no debía de tener hambre. No era peligroso, no más de lo necesario.

Sólo quedaba una visita por hacer. Luego, a esperar.


2. Donde se explica la discreción de los burdeles y se habla con buenos amigos

Dicen que cuanto más caro es un burdel, más discreto es el local que lo acoge. La casa de Marsias debía de ser carísima. Ni siquiera tenía nombre. Sus clientes solían decir que iban a «darse un baño» o «donde Marsias», y ya no hacía falta añadir nada más. El burdel tenía, además, el privilegio de estar tras la muralla del Barrio Real, tan cerca de los jardines de Palacio que se podía oír el trino de los pájaros y el soniquete de los grillos. Se trataba de una antigua casa señorial cercada por un muro en color albero enterrado en hiedra y matas de parra. Un extenso jardín, muy distinto a los de Palacio, ocupaba la mitad de la propiedad. Nicasia conocía bien el sitio; se había construido gracias a ella, y estaba ligado a ciertos recuerdos de ésos de los que no gusta hablar.

Golpeó el aldabón de la vieja puerta verde. Por el día oficiaba de portero el joven Rashid, un niño cándido que no hacía preguntas. Pero esta vez acudió Mesalina, la sobrina de Marsias, así que a Nicasia quien le abrió la puerta fue una sátira semidesnuda. Aunque, si lo pensaba bien, la ceñida túnica de seda era lo más decente que la ingeniera había visto vestir a Mesalina hasta la fecha. Ambas intercambiaron una larga mirada.

—¿Hoy no entras por la puerta de atrás? —preguntó al fin Mesalina.

—Pues no, hoy entro como un cliente cualquiera. Debe de ser un día especial. Yo entro como un cliente cualquiera y tú no vas enseñando los pechos.

Mesalina se obligó a sonreír.

—¿Eso quiere decir que vas a pagar por algún servicio?

—No soy tan cualquiera… —replicó Nicasia—. Mejor nos dejamos de cortesías, cortesana, y me llevas a ver a tu tío, nuestro querido Marsias.

—Me cuesta pensar que mi tío sea querido para ti.

—Sí, pensar es complicado. No te canses. Limítate a llevarme con él.

Cruzaron el patio de entrada y pasaron al jardín, iluminado ya por linternas colgadas de las ramas. Nicasia estaba orgullosa de aquellas luces; las había diseñado con cariño, tenues lámparas de papel rellenas de luciérnagas. Daban un encanto especial. Entre los árboles y los setos del jardín se alzaban carpas de gasa y chozos de ladrillo rojo. Algunos eran baños cubiertos con cúpulas, otros eran alcobas de varias puertas. Los habituales del burdel llamaban a estas últimas «los aposentos». Allí dentro ocurrían cosas tan jugosas que muchos se habrían dejado mutilar con gusto sólo para espiar a sus ocupantes durante unos segundos.

Nicasia nunca los usaba. Sabía que el chantaje era una práctica usual allí, porque las mirillas ocultas también eran cosa suya. «Tengo que proteger mi negocio —solía decir Marsias—, y conocer las debilidades de ciertos clientes es un buen modo de asegurarme de que no se pongan en mi contra.»

Mientras caminaba, Mesalina iba dando instrucciones al personal. Aún era temprano, pero los clientes llegarían en breve, y el ritmo era frenético. Mesalina lo supervisaba todo: desde las bebidas hasta los aposentos. La fama del burdel era intachable, y tanto Marsias como su sobrina se la tomaban en serio, aun sabiendo que el principal reclamo de la casa eran precisamente ellos. Mesalina era una sátira hermosa. Tenía la piel morena y castaños los ojos, del color de la canela. El cabello le caía hasta la cintura, una cascada de fuego rizado. Había nacido para ejercer el amor, y le encantaba. Atendía cada vicio con una maña a la altura de su belleza. No había prostituta más requerida en toda la ciudad. Junto a Marsias formaban un equipo terrible que había convertido un burdel del tres al cuarto en un negocio tan rentable que inspiraba respeto.

Llegaron hasta el rincón del jardín donde solía descansar el jefe.

—Os dejo a solas —comentó Mesalina con aquella sonrisa que tanto odiaba Nicasia—. Debo asegurarme de que las dríades no se tapan más de la cuenta.

—Sí… Hay que cuidar los detalles.

—Te veo gruñona. Seguro que eso lo arregla Marsias. Adiós. ¡Y disfruta!

—Se puede ser más… —murmuró la knocker para sí.

Mesalina la sacaba de quicio.

—¡Espero que sí se pueda! —proclamó un vocejón grave y alegre.

Marsias estaba instalado en su hamaca. Era un sátiro gordo y corpulento, muy alto, que llevaba encima la menor cantidad posible de ropa, no importaba el frío que hiciera. Tenía una densa barba negra a juego con su melena crespa, y lucía una colección de tatuajes por todo el cuerpo. No era un príncipe azul ni un guapo galán de mentón afilado, pero su encanto silvestre y su olor, su energía primitiva y su infalible instinto para el trabajo de cama, volvían loco a cualquiera en la primera cita. Se decía que era un amante inolvidable, algo fuera de toda duda si uno conocía la enorme lista de clientes que lo solicitaban.

El sátiro se incorporó, rascándose, al tiempo que ahogaba un bostezo.

—Hacía mucho que no venías a verme. Te he echado de menos.

—¡Ah, guárdate esos cumplidos para los clientes! Yo sé de sobra lo que hay.

—Y tú guarda el veneno para alguien que lo merezca más que yo, Malbicho. Eres mi amiga, no mi clienta. ¿Te he cobrado alguna vez?

—¿Te he cobrado yo? —replicó Nicasia.

—Vaya, sí que estás enfadada. Entremos en casa, empezaremos de nuevo. ¿Te apetece beber algo?

—Cualquier aguardiente que tengas me viene bien.

—Te diría que es un poco temprano para comenzar tan fuerte, pero… ¿quién soy yo para moderar los vicios de nadie?

—En estas circunstancias mejoras mucho callado.

Marsias suspiró sin ofenderse. Conocía los estados de ánimo de la knocker y el tiempo que llevaban juntos le había enseñado a no tomarse sus ataques como algo personal. Se puso en pie desperezando la mole que tenía por cuerpo y la guió hacia la discreción de sus habitaciones. Marsias era muy ordenado; tenía largas filas de estanterías repletas de libros. Aquel rincón era su refugio; dentro no se ejercía bajo ningún concepto. Allí podía desconectar, era su santuario.

Marsias trajo una jarra y dos vasos y ofreció asiento a su invitada.

—Insisto en que hace mucho que no venías —dijo Marsias mientras llenaba los vasos—. La última vez no estuvo mal.

—Tengo mucho trabajo, y otros asuntos que no son trabajo pero que estorban como si lo fueran. Además, Dujal ha estado en casa y me ha robado. Tengo que encontrarle.

El sátiro suspiró dramáticamente y le dio un sorbo a su vaso.

—¿Ya estáis los dos otra vez? Lo hace porque adora buscarte las cosquillas, y tú te dejas. Es una historia de nunca acabar.

—Quiere retarme una y otra vez, y yo nunca le dejaré ganar.

—Ese pulso de poder que mantenéis está muy lejos de ser normal. ¿Por qué no admitís los dos de una vez que os gusta pelearos?

Nicasia dio un golpe en la mesa.

—Una estupidez más y te tragas el vaso.

—Vale —contestó su amigo, conciliador—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Me ha robado la cabeza de una de mis marionetas, y seguro que no la quiere para nada bueno.

—¿Qué mal te puede hacer una marioneta a medio tallar?

—Magia simpática: yo he tallado esa cabeza, es mi trabajo, mi esencia está en ella. ¿Para qué se iba a arriesgar a entrar en mi habitación? Nunca lo había hecho antes. Pudo llevarse cualquier cosa de más valor. Escogió eso por algún motivo y, sea lo que sea, no es nada bueno.

La ingeniera vació la bebida de un trago, se secó los labios con la mano y volvió a servirse. El sátiro hacía bailar el contenido de su vaso, pensativo.

—¿Estás completamente segura de que esto es cosa de Dujal?

—No lo dudes —dijo Nicasia—. He venido porque si alguien puede enterarse de qué está pasando ése eres tú.

—Siempre estoy encantado de ayudarte, Nicasia, pero ¿no crees que estás algo paranoica? Quizá sea una travesura inofensiva. El phoka es un incordio, pero no hace las cosas con maldad. Tan sólo le gusta llamar la atención.

—Lo defiendes —protestó Nicasia—. Siempre lo defiendes. ¡Lo proteges!

Marsias acercó su silla a la knocker y la miró a los ojos.

—Te protejo a ti. Trato de que te calmes. ¿Qué vas a hacer? ¿Pasarte toda la noche correteando por la Corte detrás de un rumor? Has estado trabajando mucho; descansa, y mañana verás las cosas de otra manera.

Nicasia tuvo que hacer un esfuerzo por apartarse. En realidad, le tentaba acercarse y dejar de hablar, pero sabía que eso era lo que pretendía el sátiro.

—No pienso quedarme aquí contigo —declaró.

Marsias hizo un falso mohín de disgusto y la tomó por la cintura. Nicasia no se resistió más de lo habitual, así que se animó a besarle el cuello.

—¿Seguro que no puedo convencerte? —le preguntó él entre beso y beso.

Ella buscó la boca de Marsias y lo besó. Siempre era algo torpe y tensa en los primeros besos, como si llamase a la puerta de un desconocido para pedirle un favor, pero el sátiro adoraba aquella reticencia y sabía cómo quebrarla. Sin embargo, en esta ocasión Nicasia se apartó con tanta violencia que Marsias estuvo a punto de caer de la silla.

—¡No voy a quedarme aquí mientras Dujal trama vete a saber qué! —gritó—. ¡No puedo creer que estés intentando enredarme!

Marsias se encogió de hombros.

—Enredarte no era lo que pretendía —dijo mientras le ponía una mano en el hombro—. Sólo trataba de que te quedases por las buenas…

—¿Qué? Pero ¿qué infiernos di…?

No acabó la frase.

[Ahora, te toca a ti descubrir lo que sigue...]


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