Lectura quincenal

diciembre 29, 2013
¡Hola, hola! 
Aquí os presento la última lectura quincenal del año. Y para esta entrada he decidido elegir una novela con un título muy navideño:

Doce campanadas y un beso

Olivia Ardey


Capítulo 1
LAS MAÑANAS DE MAYO, LAS MEJORES DEL AÑO

Celia, recibe este anillo, símbolo de mi amor por ti -dijo, deslizándolo en su dedo-. Esta alianza te recordará cada día cuánto te amo, que te soy y seré fiel y que, pase lo que pase, siempre me tendrás a tu lado.

Ella le tomó la mano derecha y lo miró a los ojos.

Álvaro, recibe este anillo -pronunció, al tiempo que se lo colocaba en el dedo anular-, como símbolo de mi fidelidad, de mi entrega a ti y que te recordará siempre lo grande que es nuestro amor.

Él sonrió. Tomó la mano de Celia y se la llevó a los labios.

Te quiero -silabeó en silencio, antes de besar la alianza que acababa de ponerle y ella que no se quitaría jamás.

Mosén Silvino continuó con la ceremonia y Celia se hizo un nudo en la garganta al escuchar su precioso alegato, que hablaba de dos manos unidas para siempre, dos corazones en un solo latir, dos almas y una sola vida.

Emocionada, observó de reojo a su suegra que, al lado de Álvaro, miraba hacia el cielo en un esfuerzo imposible por contener las lágrimas. Celia atisbó hacia la derecha, su padre y padrino de boda sacaba en ese momento un pañuelo del bolsillo del uniforme de gala de Infante de Marina. Moró con disimulo por encima del hombro y al ver a su madre tan guapa, con dos lagrimones y la nariz roja como un tomate, ya no pudo contenerse. Una lágrima se le escapó, a pesar de haberle prometido a Álvaro que no lloraría. Al verla coger el pañuelo de la mano de su padre, Álvaro le tomó el rostro entre las manos y le secó la mejilla con el pulgar, con cuidado de no estropearle el maquillaje.

–Es de felicidad -se excusó ella, ya que él no quería llantos en un día tan feliz.

–Lo sé -murmuró Álvaro con una sonrisa.

En ese momento se sentía el hombre más completo de la tierra y supo que recordaría esas lágrimas de Celia hasta el día de su muerte. Convertidas en el símbolo de su felicidad, qué valiosas eran.

El cura carraspeó para que los novios le prestaran atención y ellos dos miraron al frente para retomar el hilo de la ceremonia.

A unos metros por detrás, Nicolás Román se estiró el chaqué y cogió a Max de la mano. Todo estaba saliendo a la perfección. Ya tenían experiencia en lo tocante a organizar bodas de tronío, puesto que el enlace de Susana y Javier, celebrando también en la casa Grande durante el otoño anterior, había supuesto la prueba de fuego para su restaurante y fue todo un éxito. Nico miró a su alrededor, qué maravilloso se veía el jardín de la finca. Parecía un homenaje a la primavera: las sillas con sus faldones de blanco piqué, las flores, el templete emparrado de hiedra sobre el altar. Pensó en el banquete que había preparado, y que constituí su regalo de boda a sus dos mejores amigos. Estaba seguro de que las sorpresas exquisitas que les tenía preparadas arrancarían aplausos entre los invitados.
El reputado enólogo Maxim Dupres miró a su marido.

–Estás orgullos, ¿a que sí? -murmuró apretando sus dedos unidos.

–Gracias a ti -aseguró Nicolás con una sonrisa agradecida; el apoyo incondicional de Max era su seguridad.

Aquella era una dichosa y soleada mañana de finales de mayo. Todos los allí reunidos, el pueblo entero de Tarabán, además de los invitados llegados de los alrededores, de Madrid, Cartagena y otros puntos de la geografía, eran la imagen de la felicidad.

Todos, menos un hombre. Solo uno de entre todos los presentes, tenía la mirada ensombrecida por los recuerdos tristes. Diego Nuño odiaba las bodas desde hacía dos años y medio, pero Álvaro y él habían sido amigos de juventud. Solo era una año mayor que Nico y que él, pero los tres pertenecieron a la misma pandilla que recorría los pueblos en verano de verbena en verbena. Diego había regresad
o a Tarabán hacía seis meses y la invitación a la boda de Álvaro Siurana lo pilló por sorpresa, pero habría sido un feo gesto por su parte rehusar asistir.

Diego suspiró con alivio al escuchar los primeros acordes de la marcha nupcial, que indicaba que el mal trago tocaba a su fin. La fiesta posterior ya sería otra cosa. El ágape, los gritos pidiendo "¡Que se besen!", las risas y el baile no se le hacían tan cuesta arriba. Diego Nuño contempló a los novios cuando desfilaron por el pasillo cogidos de la mano. Tuvo que tragar en seco. Hacía ya mucho que había asumido que Paula se había marchado para siempre. Pero le costaba hacerse a la idea de que su vida no era la que había imaginado el día de su boda, cuando caminaba con ella del brazo sonriendo a los invitados, con la misma felicidad contagiosa que irradiaban los rostros de Álvaro y de Celia en ese momento. En lugar de un matrimonio dichoso, el destino había convertido su existencia en una continua prueba de obstáculos. Y no por la soledad; era muy duro enfrentarse al día a día, viudo a sus treinta y cinco años y padre de dos niñas pequeñas.

[...]

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