Lectura quincenal

diciembre 16, 2013
La mujer de mi vida

Nicolas Barreau


1.

Hoy he visto a la mujer de mi vida.Estaba sentada en mi café favorito, al fondo, en una de las mesas de madera junto a la pared cubierta de espejos, y me sonreía. Por desgracia, no estaba sola. Un tipo condenadamente atractivo —debo admitirlo— estaba sentado a su lado y cogía su mano.

De modo que me limité a mirarla, a remover mi café crème y a rogarle al cielo que ocurriera algo.

Soy librero, ¿saben?, y cuando uno trabaja todos los días con libros, cuando uno ha leído tantas novelas como yo, en algún momento llega a la conclusión de que es posible que ocurran muchas más cosas de lo que en general se piensa. Puede que para algunos la literatura sea la forma más agradable de ignorar la vida, como escribió Fernando Pessoa en cierta ocasión. Pero en el fondo solo se desea ignorar la vida cuando esta ya no es como uno querría.

Yo creo que la literatura no tiene que dejar necesariamente el mundo fuera, delante de la puerta. ¡Al contrario! Muchas veces lo hace entrar dentro de nosotros.

Tal vez sea un romántico empedernido, pero ¿por qué no va a ocurrir en la vida real lo que alguien se ha inventado para escribirlo en un libro? La literatura puede ser un camino maravilloso hacia la realidad porque nos abre los ojos a todo lo que puede suceder. ¡A todo lo que puede suceder un día cualquiera!

Pensemos en el día de hoy. Al principio era un jueves de abril completamente normal. Ahora es el jueves más importante de mi vida. Me encuentro en estado de alerta. Estoy involucrado en una historia. En una novela —si así lo prefieren— de la que ignoro el final, porque, lamentablemente, yo no soy su autor.

Para empezar, por la mañana no oí el despertador, o sea que el día no tuvo un comienzo precisamente espléndido. Cuando estaba en la ducha sonó el móvil. Era mi amigo Nathan, que quería saber si iría con él por la noche al Bilboquet, su club de jazz preferido, en el que ha cantado la mismísima Ella Fitzgerald. El pelo me goteaba y le dije que claro, por qué no, luego hablamos. Nathan es una de las personas menos complicadas que conozco: las chicas le persiguen en manadas y las noches con él son siempre muy divertidas.

Me bebí un espresso de pie, eché un rápido vistazo al periódico y luego me puse en camino hacia la librería. Había llovido y parecía que acababan de limpiar las calles. Por la mañana no hubo mucho trabajo y Julie y yo cambiamos la decoración del escaparate.

Julie es mi socia en la Librairie du Soleil y una auténtica (y atractiva) reina de los consejos.

¿Tiene usted algún problema con su suegra? ¿Quiere poner de una vez orden en su vida? ¿Su novia se ha largado con su mejor amigo y usted está a punto de suicidarse? ¡No se preocupe! Simplemente pásese por nuestra pequeña librería de la Rue Bonaparte y pregunte por Julie. Ella le dará, sin duda, el mejor consejo para cualquier problema.

Y ese es precisamente el motivo por el que nunca he podido enamorarme de Julie, a pesar de que, con su pelo negro recogido y su encantadora sonri- sa, recuerde a una joven Audrey Hepburn.

Una mujer que tiene una solución para cada problema me da, en cierto modo, miedo. A diferencia de mí, Julie tiene su vida bajo control. Confía en sí misma. Siempre tiene un plan. Y, naturalmente, también tiene un hombre. Queda Antoine, o sea yo, treinta y dos años, propietario de media librería y sin ningún plan. Un hombre que aprecia los libros buenos tanto como la lencería bonita y que solo recomienda a sus clientes las novelas que a él mismo le gustan.

En realidad hoy debería haber aprovechado sin falta la pausa de mediodía para llevar las camisas a la lavandería y hacer algunos recados. Por la mañana en mi nevera solo quedaban un trozo de queso de cabra y tres tomates, lo que es bastante escaso incluso para un tipo soltero como yo. Pero, entonces, después de un breve chaparrón de abril volvió a salir el sol, las gotas del cristal centellearon en todos los colores, Julie dijo: «¡Mierda, ahora tengo que volver a limpiar el escaparate!», y de pronto se me quitaron las ganas de hacer recados.

—Voy al Flore a tomar un café —le dije a Julie, que estaba descalza en el escaparate colgando el cartel de la presentación de un libro. Julie frunció sus bonitos labios. No le gusta demasiado el Café de Flore. Como casi todos los parisinos, evita los locales a los que acuden los turistas. En ese sentido es una auténtica esnob. Pero yo crecí en Arlés y llegué a París con diecisiete años, tal vez por eso no tenga un miedo tan terrible al contacto con las atracciones turísticas.

Me gusta ir al Flore, el café es fuerte y bueno, los camareros imperturbables y la tarte tatin no está nada mal si a uno le gusta la tarta de manzana caramelizada que apenas se reconoce como tal.

Bueno, sí, admito que también me gusta la idea de sentarme en un café que en otros tiempos fue punto de encuentro de literatos... a pesar de los mochileros que también quieren respirar el espíritu de Simone y Jean-Paul y de las jóvenes y sonrientes japonesas que, después de ir de compras, entran en el local con cientos de elegantes bolsas de colores en la mano como una bandada de pájaros exóticos y se hacen fotos unas a otras.

Así que cuando esta mañana llegué al café, pasé por delante de los camareros, de la vitrina de las tartas y de las mesas de madera, para subir por la escalera al primer piso —allí se suele estar más tranquilo que abajo—, todavía no imaginaba nada de lo que iba a ocurrir. Tampoco presentí nada cuando, con un rápido vistazo, vi que mi mesa favorita, la del rincón del fondo, estaba ocupada. Alguien estaba sentado allí detrás de un periódico, y yo me instalé en otra mesa, pedí un café y dos cruasanes y hojeé un pequeño librito de Éditions Stock, una novela romántica moderna que, si se daba crédito a lo que la editorial afirmaba, tenía el ritmo de una chanson francesa.

Frente a mí alguien plegó el periódico con un callado crujido del papel y lo dejó a un lado, y cuando miré hacia el banco de cuero en el que en realidad debía haberme sentado yo, casi me da un ataque.

¡Dios mío, un ataque! Esta expresión suele emplearse con mucha ligereza. Pero eso fue justo lo que sucedió, y espero que disculpen que no se me ocurra nada más poético u original para describir ese mágico instante en el que el tiempo adquirió para mí una nueva dimensión, un ángel me rozó con su ala y el mundo quedó reducido a apenas diez metros cuadrados.

[...]

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2 comentarios:

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