Lectura quincenal

junio 27, 2013
El último pasajero

Manuel Loureiro


I

Buque Pass of Ballaster
En algún lugar del Atlántico Norte
28 de agosto de 1939
04.57 a.m.

A seiscientas millas de la costa de Irlanda, la noche era negra como el fondo de una mina y se confundía con el mar calmo y opaco propio de aquella época. Entonces, la niebla llegó de golpe, y todo empezó a suceder.
Tom McBride sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta mientras trataba de perforar la bruma con la mirada. Escupió por encima de la borda arrebujándose un poco más en su chaquetón con insignias de capitán. Hacía casi veinticuatro horas que estaban metidos en aquella masa esponjosa y la humedad se colaba hasta en el último rincón del Pass of Ballaster.

—No lo entiendo —murmuró en voz baja—. Niebla en pleno mes de agosto y en esta condenada latitud...

Refunfuñando, estiró su mano hacia la izquierda, sin apartar la mirada del horizonte, que en aquel instante estaba a tan sólo tres o cuatro metros de distancia. Cogió la taza de café que estaba apoyada sobre la astillada mesa de navegación y le dio un trago. Casi al instante se arrepintió de haberlo hecho.

Estaba frío, como todo a bordo. Nada duraba caliente más de diez o quince minutos desde que se habían visto envueltos en aquella espesa bruma amarillenta. «Por lo menos no hay demasiado oleaje —pensó al tiempo que, con un gesto de asco, escupía el café de vuelta a la taza—. Una tormenta es lo último que necesitamos.»

McBride sabía de qué hablaba. El Pass of Ballaster ya había pasado sus mejores años. Botado a principios del siglo xx, el buque carbonero, de algo más de cinco mil toneladas, estaba cubierto por una gruesa capa de herrumbre en toda la superestructura. Aunque eso tampoco importaba demasiado, ya que el óxido estaba casi oculto por el polvillo negruzco y pegajoso de la carga de carbón que siempre se apilaba en las bodegas.
También lucía una enorme cicatriz en un costado, un recuerdo de un práctico inexperto a los mandos de un remolcador que había calculado mal las distancias en el puerto de Halifax. El Pass of Ballaster era un barco condenado al desguace que seguía navegando por pura suerte.

«Sí —pensó McBride desabrochándose el botón superior de la chaqueta—, no creo que hagamos muchos más viajes a bordo de ti, vieja amiga. Quizá uno o dos más. Quién sabe...»

McBride siempre pensaba en su barco como una vieja dama que, despojada de su belleza y de sus oropeles, trata032- ba demantener hasta el final unamustia dignidad. En aquel momento consumía sus últimos años como transporte carbonero entre Boston y Bristol.

Todos a bordo eran conscientes de que le quedaban pocos viajes. El Pass of Ballaster ya era demasiado viejo, las reparaciones eran cada vez más costosas, y, sobre todo, el mercado del carbón estaba prácticamente acabado. Tan sólo era cuestión de tiempo que los propietarios del buque se decidiesen a retirarlo de la circulación.

El trayecto de ida, en lastre, había sido perfecto, con un tiempo veraniego que había invitado a los marineros a pasearse con el torso desnudo sobre la cubierta. El embarque en Boston había tenido lugar sin problemas, dejando aparte los rumores sobre una inminente guerra. Y, finalmente, cuatro días antes habían emprendido el camino de vuelta. Aquél tenía que haber sido un viaje como cualquier otro.

Hasta que tropezaron con aquel condenado banco de niebla.

En primer lugar, la radio se había quedado muda. Pese a que el oficial de comunicaciones la había revisado de arriba abajo y juraba que todo estaba en orden, simplemente había dejado de funcionar. Tan sólo rechinaba la estática, con un latido sordo de fondo, un tac-tac-tac seco que se repetía de manera aleatoria, a veces cada pocos minutos.

En otras ocasiones, la radio se quedaba en silencio durante horas, hasta que de golpe, como si recordase que el Pass of Ballaster todavía estaba allí, lanzaba de nuevo una serie de chasquidos sordos y regulares, como un carnicero maníaco dando machetazos sobre el tajo. Y, luego, silencio otra vez.

Además, estaba el frío. Era normal que hiciese algo de fresco dentro de un banco de niebla, por supuesto, pero aquello era distinto. Era un frío intenso que formaba nubes de vaho helado cada vez que alguien respiraba en el exterior y que a cada jadeo parecía querer arrancarte un pedazo de pulmón.

Y, por si fuera poco, desde hacía seis horas tenían un problema con la brújula.

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