Lectura quincenal

junio 29, 2012

Reunión familiar

Juan Aparicio Belmonte


Soñando con el mar, yo atravesaba mi barrio cuando divisé a mi primo Javito. Nada me apetecía menos que encontrármelo. Su verborrea venía cargada de una halitosis cuyos efectos apenas menguaban poniendo distancia y que traspasaba cualquier pañuelo que uno se llevara a la nariz. Además, era mi primer día de vacaciones y volvía a casa con ganas de hacer las maletas y marcharme a la playa cuanto antes, olvidarme del vecindario: de mi primo Javito, entre otros.
Él estaba a la entrada del bar Victoria, andando de un lado para otro, pero cuando cambié de acera, su vista de lince me detectó y su boca de perro me ladró, llamándome por el apodo familiar. Aunque estuve tentado de seguir mi camino, la nota impaciente de su voz perruna me hizo frenar: "¡Gato, Gato!".
Llegó hasta mí y su mano grande se posó sobre mi hombro derecho, agarrándolo con mucha fuerza, como si temiera que yo pudiera huir. Entonces me dio la noticia:
-Tu padre ha muerto. El corazón le ha fallado en la oficina.
Nos abrazamos. No pude reprimir el llanto, pero tuve la impresión de que él se agitaba entre risas. Me separé de su cuerpo, alarmado, pero no: aquel rostro estaba tan lleno de lágrimas como el mío.
En el cementerio la comitiva fúnebre, una treintena de familiares y empleados de mi padre, guardó un silencio que me emocionó hasta el llanto cuando la tierra comenzó a cubrir la tumba. Incluso las nubes, con su imponente presencia negra, contribuyeron a una ceremonia tan bien llevada que hoy día la recuerdo con honda emoción.
El último en darme el pésame fue el tío Manuel, el hermanastro de mi padre, que lo hizo cabizbajo:
-Al enviudar se volvió más tacaño -me dijo-. Pero qué se le va a hacer. Todos tenemos fallos.
Los coches, tan coloridos, contrastaban con nuestros trajes negros. Vi pasar a un grupo de monjas y tuve el deseo intuitivo de mezclarme con ellas y, oculto entre sus hábitos sombríos y agitados por el viento,
desaparecer de aquel desierto de lápidas y cruces irregulares. Pero no tenía más remedio que ejercer de anfitrión, al fin y al cabo era mi padre quien había muerto, y yo era su único hijo.
-Era un hombre muy suyo, un poco tozudo -me dijo mi primo Luis-. No sé si ahora que se ha ido podré dejar el camión y trabajar en la oficina, detrás del mostrador...
Fuimos a almorzar a un restaurante francés que hay en el centro. Éramos casi veinte comensales. La comida empezó con el mismo silencio conmovedor que había presidido el cierre de la tumba por los enterradores. Sólo se escuchaba el tintineo de los cubiertos contra los platos. Pedí un buen vino tinto para agasajar a mis familiares, el mejor de la carta, porque me pareció que el recuerdo de mi padre merecía una bebida acorde con su calidad humana.
Poco a poco, ellos abandonaron el mutismo. Primero con susurros que, sólo a veces, provocaban risas bastante púdicas. Pronto el tío Alberto, como si se olvidara del asunto que nos reunía, comenzó con su habitual retahíla de chistes verdes. Me molestó que uno de ellos tratara de un cojo impotente, porque mi padre nunca llevó bien la poliomielitis que le obligaba a usar muletas desde la adolescencia. Bajé la cabeza y seguí sorbiendo la sopa de cebolla, aunque con menos apetito.
Al llegar al segundo plato, un jugoso solomillo sanguinolento, mis familiares ya se comportaban de manera mucho menos respetuosa. Algunos repitieron carne, como si el hambre creciera en la misma medida que su vocerío. Tuve una momentánea impresión de pesadilla: los labios grasientos eran como gusanos rojos que al separarse para masticar dejaban ver dientes negruzcos, lenguas marrones que chasqueaban al contacto con el paladar.
Respiré hondo.
Otro chiste provocó una explosión de risotadas al tiempo que la lluvia se dejaba sentir contra el escaparate del restaurante. Trataba de un pueblerino tan tosco y obtuso que no era capaz de entender a los habitantes de la capital. Las risas continuaban cuando me sobresaltó un trueno y, como si fuera una señal, tomé conciencia de que mi padre nunca había dejado de ser un hombre rústico. Recordé con amargura cómo él se quejaba del abandono que sufría el pueblo donde se crió, del desprecio con que lo trataban en la capital desde que llegó en su juventud, de lo difícil que le había resultado montar la empresa en la que había empleado a casi toda la familia.
Me disculpé para ir al cuarto de baño, donde el espejo me pagó con un rostro preocupado y parecido al de mi difunto progenitor: una sombra de desconfianza antigua parecía asomar en la palidez y en las ojeras que delataban mi cansancio de una noche en vela. Era como si de golpe me hiciera consciente del tipo de sentimiento que había inspirado mi padre en toda la familia y con su muerte se descorriera un velo de apariencias que dejaba al descubierto rivalidades ocultas. Sólo yo parecía haber sido el destinatario de su cariño.
Al regresar a la mesa, cinco nuevas botellas de vino tinto eran inclinadas sobre las copas y pude escuchar un comentario que tuvo como colofón el silencio de todos cuando tomé asiento:
-Lo peor no era su cojera física, sino su cojera moral.
No comí más.
La borrachera se me antojaba la única salvaguardia ante lo que parecía un sentimiento general incomprensible para mí, así que me serví más vino.
Ajenos a mi silencio, mis familiares comían con aparente fruición y los chistes sobrevolaban la mesa de un extremo a otro, como mariposas atolondradas que fueran de boca en boca y que, al llegar a mis oídos, se transformaran en avispas agresivas. Una soga áspera parecía apretar mi garganta, y yo quería llorar, pero me contuve y mis párpados y labios temblaron.
La prima Conchita provocó el jolgorio más estrepitoso cuando gritó con el inconfundible deje rural de mi padre: "No muerdas la mano de quien te da de comer". No recordaba haber visto a mi tío Manuel tan congestionado de puro contento y debo reconocer que sentí gran regocijo cuando de pronto dejó de reír porque se atragantaba. Fue el único momento en que el alboroto cesó: varios comensales se incorporaron para darle palmadas en la espalda hasta que por fin expulsó el hueso de la aceituna. Las risas volvieron a llenar de ruido el restaurante. Golpeé la mesa con el puño y, tras un conato de silencio, todos me imitaron con carcajadas aún mayores. Era un gesto de autoridad muy propio de mi padre, pero ellos lo reproducían con una intención burlesca muy distante de mi genuina indignación.
Pagué la cuenta de una comida que habría sido infinitamente más barata si mis familiares no hubieran pedido tanto champan en la interminable sobremesa.
En cuanto salimos del restaurante, me despedí de ellos más aturdido que borracho. Había escampado y el sol golpeaba como otro enemigo más. Me fui calle arriba, y mis familiares, en la dirección opuesta.
-Confío en que los gusanos no lo echen de la tumba -escuché que decía mi tío Alberto, mientras se alejaban.
Ja, ja, ja
Y las risotadas se perdieron calle abajo.

! Agradecimientos a la Revista EnCubierta

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