Lectura quincenal

noviembre 02, 2010
La novia maldita

Nina Blazon


Capítulo 1: Corceles negros

El forastero golpeó a nuestra puerta en mitad de la noche. Sobresaltada me desperté y escuché
atentamente, mientras sentía los latidos de mi corazón en la garganta. «¡Lazar Kosac!», me vino abruptamente a la mente. En la penumbra de la alcoba vi que Bela también estaba sentada, erguida en la cama. En el exterior bramaba una de las muchas tormentas de primavera.
—Mujer muerta —murmuró mi hermana—. Tulipanes y plumas de paloma.
—Sigue durmiendo, Bela —le susurré, levantándome de la cama.
Padre ya se había levantado; oí sus pasos, irregulares y pesados. Una puerta chirrió. Después, silenciosos, como las pisadas de los ratoncillos, los rápidos pasos de mis hermanas pequeñas. Cuando bajé por la escalera, vi sus caras a la sombra de la puerta. Majda, la más pequeña, aún parpadeaba con ojos adormilados, apretando entre sus dedos el pico de su camisón, como si pudiera retener así su último sueño. Detrás de Majda estaba mi hermana mayor, Jelka. Ella ya sujetaba el hacha en la mano, y sabía manejarla como pocos por aquí, en la aldea del valle.
— ¡Coge el garrote! —me ordenó.
No hizo falta que me lo dijera dos veces. Yo ya estaba corriendo hacia el gancho grande de la
pared del que colgaba la nudosa madera. Pesado y familiar, yacía en mi mano; mis dedos conocían cada rendija y cada nudo.
De nuevo, un impaciente puño golpeó contra la puerta.
—¡Abrid! —tronó una voz de hombre—. ¡Por el amor de Dios, abridme la puerta!
Desconcertada, Jelka frunció el ceño. También yo me extrañé. El hombre de ahí afuera, si bien hablaba nuestro idioma, lo hacía con un acento extranjero. Dos años atrás no nos habría extrañado en absoluto. Entonces venían muchos viajeros a nuestras montañas, provenientes de Novi Sad, Temesvár y Agram, a veces de Viena y de Ragusa. Una vez incluso pasó por aquí un adinerado latino con muchos sirvientes. Venía de Venecia y era comerciante. Todos ellos veían nuestra casa, con su pozo de agua y su espacioso establo, y agradecían el haber encontrado una posada.
Pero ahora ya era rara la vez en que nos sobresaltábamos durante nuestra parca cena por oír los
tronadores cascos de los caballos al pasar a toda prisa por aquí. Desde que el ladrón Lazar Kosac y su banda atemorizaban la zona, la mayoría de los viajeros evitaban el paso por Fruška Gora o bien hacían el recorrido al galope, protegidos por escoltas armadas. A pesar de todo, más de un viajero había caído en manos de los ladrones y se había arrastrado herido de muerte hasta el borde de nuestra huerta. Allí lo encontraba después mi padre, a la mañana siguiente, e iba a por nuestro caballo para llevar el cadáver junto a las demás tumbas en la ladera, muy alejadas de nuestro propio cementerio. Nuestros difuntos..., mi madre y mi hermana Nevena, que hacía un año se había precipitado por el barranco del valle, descansaban en un pequeño círculo de tilos, muy lejos del último lugar de descanso de los viajeros sin nombre, sobre cuyas tumbas
nosotras plantábamos rosas silvestres y espinos blancos para proporcionarles paz. Y tal como
mandaba la costumbre, mi padre les clavaba a los muertos un cuchillo en el corazón y envolvía y ataba sus cuerpos en redes de pescar con las que les enterrábamos. Eso debía impedirles que volvieran al mundo de los vivos. Aun así, yo a menudo sentía miedo y untaba nuestras puertas con ajo.
Sin embargo, el huésped de esta noche no daba en absoluto la impresión de estar moribundo. La
lluvia tormentosa tamborileaba contra las paredes de madera como si fuera el eco de sus golpes de puño. Jelka se mantenía erguida con su arma. La engrasada hoja del hacha estaba deseosa de probar la sangre del ladrón. Yo me coloqué junto a la puerta y alcé el garrote. Mi padre agarró con más fuerza su viejo y deteriorado sable.
—¿Quién va? —su tronante voz no hacía sospechar que pertenecía a un hombre menudo y curvado; padre parecía menguar de año en año.
—Un viajero —contestó el forastero—. Vengo de Hungría y llevo muchos días de camino. Con este tiempo he perdido de vista a mis hombres. Os daré un buen dinero por darme cobijo si me dejáis entrar..., al menos hasta que escampe la tormenta.
Jelka y mi padre intercambiaron una mirada sin saber qué hacer. A la luz de los palos candentes clavados en un soporte de hierro sobre la mesa, Jelka de repente se parecía tanto a mi madre que dolía mirarla.
—¿Será una trampa? —susurró preocupada.


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